Blog de literatura japonesa antigua, de Jordi Escurriola,
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School of Oriental and African Studies
Era mi primer día en el hotel Rubens, a las órdenes de una supervisora serbia y una ayudante inglesa, rubia, ondulante, pero yo prefería los ojos tristes de la supervisora. Después de estar tres horas pasando el aspirador por una sala de reuniones en la planta baja, subir sillas a varias habitaciones y bajar carros con las sábanas sucias de las habitaciones a la lavandería, fui a la cantina a comer. Era un cuarto con dos mesas largas, paredes desconchadas y sillas renqueantes. Era el segundo turno y no había mucha gente, sólo algunas camareras que me miraron de hurtadillas y cuchichearon que era el nuevo. Me senté sin saber qué hacer y una de ellas me dijo que la comida estaba en un aparador de acero inoxidable. Abrí una puerta y allí había varios platos cubiertos con una tapa metálica. Cogí uno y lo llevé a la mesa .Levanté la tapa. Apareció un cuadrado de hojaldre, grueso, lleno de una sospechosa salsa marrón. Corté el teórico pastel de carne y una masa rojiza se desparramó por la loza blanca mezclándose con la salsa marrón y creando un engendro aún más temible. Noté la mirada divertida de las camareras sentadas en la otra mesa. Escarbé con sumo cuidado y llegué a la conclusión de que el relleno era un montón de pedacitos de zanahoria con unas sombras oscuras en su superficie que pregonaban su edad prehistórica. Suspiré y miré a las camareras que se destornillaban de risa. A mi lado una voz inequívocamente francesa exclamó un “Mon Dieu!”. Era Nicole. Se había sentado a mi lado y también tenía un plato con el relleno que se desparramaba lentamente como anunciando un gran acontecimiento. Nos miramos y contesté en francés. Abrió los ojos sorprendida, abandonamos nuestros respectivos platos y así fue como conocí a Nicole.
Era parisina, delgada, pelo corto, castaño, ojos grises, y parecía estar allí por casualidad. Su inglés era poco fluido y con un acento muy marcado pero no se inmutaba, si alguien no la entendía me llamaba, si estaba localizable, le echaba una mano y con un “merci” breve desaparecía.
Durante las primeras semanas sólo coincidimos durante la pausa de las once. Prácticamente era la comida más completa del día. Me atiborraba de rebanadas de pan de molde con mermelada de fresa o ciruela con innumerables tazas de té. Nos sentábamos juntos, ella comía como un pajarito en ayunas y antes de beber limpiaba la taza con un pañuelo blanquísimo y exquisitamente planchado. Había trabajado en un banco en París y quería mejorar su inglés. Estaba en aquel hotel de paso, como el noventa por ciento del personal, y buscaba un empleo en las afueras de Londres. Estudiaba en una escuela de idiomas en Victoria Square, pero………… allí terminaba siempre Nicole, siempre había un pero al final de sus proyectos, como si todo fuera provisional. Una mañana la supervisora me asignó la tarea de ayudar a unas camareras que tenían que vaciar dos habitaciones y transformarlas en salas de junta. Era el piso donde trabajaba Nicole. Estuvimos trajinando muebles arriba y abajo hasta que todo quedó preparado y luego nos quedamos en una habitación solos. Era un piso alto y desde la ventana, a la izquierda se veía la estación Victoria, punto de llegaba del continente. Era la hora de comer pero nosotros habíamos dejado de ir, a menos que hubiera pollo, el único plato comestible y conocido, y como llegábamos tarde nunca quedaba. Nicole me dijo que tenía fruta y queso en una especie de cuartucho donde las camareras del piso se reunían para charlar y fumarse un pitillo. Fuimos allí. Sólo estaba Kate, luchando con una media que se abría como una sandía. Sin inmutarse se quitó las medias, se ajustó la faldita azul que se le había subido a la cintura y nos dejó medio paquete de pan integral. Comimos muy juntos, casi pegados el uno al otro, porque alguien había dejado una cama apoyada en una de las paredes y se balanceaba peligrosamente. Teníamos todavía unos minutos antes de volver a nuestras tareas, ella a preparar más camas, yo a limpiar docenas de sillas doradas para futuras reuniones. No hablamos mucho, no era necesario.
Nicole, como la mayoría de las camareras vivía en el mismo hotel, en un ala destinada exclusivamente al personal femenino y teníamos horarios distintos. El suyo era partido y el mío seguido, de siete a tres, cobrábamos muy poco, y todavía no habíamos quedado para salir porque no coincidían nuestros días de fiesta. Yo vivía en una habitación cerca del hotel, gracias a la intervención de la supervisora que conocía una agencia. Era un lugar muy triste húmedo y prefería pasar las tardes en la biblioteca.

Un día Nicole me dijo que no aguantaba más el hotel y quería marcharse lo más pronto posible. Hice lo imposible por tener medio día libre, quería llevarla a una agencia de trabajo donde trabajaba una catalana que me había conseguido el empleo en el Rubens.
Nos encontramos en Charing Cross y fuimos a la agencia. Núria tenía varias plazas en hoteles fuera de Londres, llamó por teléfono y Nicole aceptó una en Slough. Tenía que presentarse para una entrevista. Tenía pensado ir a comer juntos pero me dijo que había quedado con un sacerdote en Croydon, un amigo de la familia, y la acompañé a la estación de tren.
Nicole fue al sábado siguiente y la aceptaron inmediatamente. Dio su semana de aviso y empezó a prepararse para ir a Slough. Los dos nos encontrábamos muy bien juntos pero nuestros encuentros siempre eran breves y con gente alrededor. Aquel cuartucho del sexto piso había sido cerrado con llave, alguien habló demasiado y nunca volvimos a comer juntos allí. Por mi parte, Pat y Gianbattista insistieron que fuera a Esher, allí podía prepararme para el curso de japonés en la School of Oriental and African Studies. Nada me retenía en Victoria, Nicole se había ido con un breve “te llamaré”, una dirección garabateada en la esquina de un periódico y un beso fugaz.
Me instalé en Esher, escribí mis cartas al profesor O’Neill, el tutor de mi curso, y mientras esperaba que me ofrecieran la plaza fregué tantos platos, cazuelas y sartenes que por las noches mis manos se movían inconscientemente lavando vasijas oníricas que nunca se acababan.

Cambridge Circus
Me dirigía al metro de Leicester Square y en Cambride Circus, delante del teatro, vi a Nicole que estaba esperando un taxi. Le dije que me habían devuelto la carta que envié a Slough. Me contó que el sacerdote le había encontrado un empleo en un hospital en Richmond y que estaba muy bien. Tenía prisa, debía coger el tren. Quedamos en encontrarnos el próximo jueves allí, a la misma hora.
La semana se me hizo larguísima, las clases pesadas y en el laboratorio eché de menos la cinta de sánscrito.
Habíamos quedado a la una. Esperé hasta las tres pero Nicole no se presentó. Durante semanas fui allí todos los jueves, siempre a la misma hora, con la ilusión de verla, pero fue en vano.
Nunca más supe de Nicole y siempre que pasé por Cambridge Circus, y lo hice muchísimas de veces, siempre me demoré un rato en aquella esquina esperando ver su figura breve, su pelo castaño y sus ojos grises.
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